miércoles, 10 de mayo de 2017

El bar de los susurros

El bar de los susurros era un concepto extravagante digno de una buena escena de  comedia, una idea que fuera de su contexto esperpéntico se deformaba incluso más que dentro de éste. Cuando mi amigo me comentó esta locura creía que era una de sus idas de olla, hablaba de ella eufóricamente como si fuese una nueva invención que iba a cambiar el mundo contemporáneo tal y como lo conocemos; no, es más, daba la sensación de que se trataba de un cambio generacional: el inicio de una nueva etapa histórica. Si ya era difícil averiguar cuándo estaba utilizando el sarcasmo, en aquella ocasión me resultó totalmente imposible, al final desistí y opté por hacer como que le escuchaba mientras él gesticulaba sin ningún criterio y utilizaba adjetivos rimbombantes para describir aquella banalidad. He de reconocer que de camino a casa al ver el escaparate de una cafetería mi mente me transportó forzosamente hacia esa escena, como era de esperarse no pude evitar dejar escapar una leve risa, un suspiro casi, nada más y nada menos merecía ese recuerdo.


Y soñé con esa idea:  un bar plagado de gente cuyos bigotes desafían las leyes de la física, vestidos de la época victoriana, monóculos, vinos a los que alguien pedante admira casi a suspiros, cortejos citando a Shakespeare, copas cuyos nombres son imposibles de pronunciar, nombres franceses que van de aquí para allá sin saber exactamente por qué, una banda de jazz cuyo saxofonista sopla a varios centímetros de la boquilla, todos bailando al ritmo que marca un platillo cuya vibración se puede clasificar en menos un millón en la escala Richter, risas ahogadas literalmente, alguien se atraganta y se retuerce sin emitir un solo sonido, cubiertos de goma;  yo atónito observando ese extravagante espectáculo sin llegar a comprender absolutamente nada, sin llegar a escuchar una sola de las palabras, música o Dios sabe qué sonidos danzan por allí exactamente. Mi amigo está allí sentado, ¿hablando?, me acerco para preguntarle qué demonios está pasando, por qué parece reírse divertido y yo no soy capaz de escuchar absolutamente nada, ''no tengo ni idea, yo tampoco me estoy enterando de nada''.

En el bar de los susurros el silencio se perturba,
la sonrisa entumecida ya no casa ni en la copa, 
desdibuja hasta la boca desviando la mirada,
nadie entiende, nadie quiere porque nadie dice nada.

Un susurro que no cesa disparado a quemarropa
indifiretente se desliza por el velo de la novia,
bala inerte entristecida una herida no despierta,
noche y día se confunden, la velada yace muerta.

En el bar de los susurros la verdad es silenciada, 
conocida, eso es cierto, pero siempre susurrada.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Mil y una citas.

Cuánto debe durar el último suspiro
para saber que la melancolía ha terminado.
Miento si le miro y sonrío taciturno,
ceder a la cordura rompiéndome por dentro.

Silencio que perdura, miradas sin encuentro,
la llama de amor viva se apaga en un instante.
Cenando cualquier cosa, midiendo hasta el segundo,
lúgubres suicidas camino del desastre.
Mírame a los ojos, silencioso vagabundo
y júrame al oído que ambos lo pensamos.
Levanta la cabeza, penetra la mentira
y susúrrale a mi alma que todo es pasajero.
Blanca noche fría en la desidia del encuentro,
perdamos la vergüenza, riamos como tontos.
El calor de los abrazos congela mi alma fría,
los besos de tu boca se vuelven tan livianos
que ceden al perfume, se vuelan con el viento
y el efecto mariposa destroza la rutina.
Abre la ventana y que escapen los suspiros,
miremos el reflejo, el esperpento de la copa,
cógete a mi mano, enfrenta los recuerdos,
por mucho que recemos ya no somos como antes.

Cuánto debe durar el beso del despido,
acariciándole la espalda la vela se ha apagado.
En esta noche fría la cordura ha envejecido
rompiéndonos por dentro, riendo como antes.





viernes, 17 de febrero de 2017

Cada día

Se sienta ahí cada día, impasible, serio y con una mirada tan penetrante que parece atravesar todo aquello que se cruza con sus ojos. Parece que no respira, cuando inhala no se desplazan sus hombros ni un ápice y solamente exhala lacónicamente a través de suspiros tímidos. Lo que daría por poder poner mi cabeza contra su pecho y que su aliento recorra mi oreja demostrando así que, aunque leve, todavía queda en él un hálito de vida. Sus orgasmos también se transforman en suspiros, pero estos no significan nada para el aire que respira. No importa que bese su cuello, que frote su pene con mi lengua, que recorra el contorno de sus orejas con mis dedos, él sigue disfrutando silencioso, o eso quiero pensar. Es desesperante, a veces me gustaría estrangularlo hasta que saliesen lágrimas de sus ojos, rajar cada vena de mi cuerpo una y otra vez hasta que grite asustado por mi locura, decapitarme en frente de él y aprovechar esos cortos segundos en los que mi cabeza cae sobre la cama para ver su expresión horrorizada. Pienso en todo eso mientras disfruto de su sexo, pero antes de poder celebrar tan tétrico espectáculo, alcanzo el orgasmo y mi cuerpo cae rendido sobre la cama, gimiendo y retorciéndome por un placer que no cesa. Él simplemente se recuesta sobre un lado y mientras le acaricio la espalda se duerme. Me quedo observando su nuca durante horas, explorando cada rinconcito, cada músculo que intenta atravesar su piel, sus vértebras, su cabello que enreda las pelusas del jersey. Así permanezco durante horas intentando descifrar un mensaje que todavía no ha sido escrito, observando el mismo pictograma una y otra vez esperando Dios sabe qué. Finalmente caigo rendida por el hipnotizante aroma de ese fino sudor que avecina una pesadilla con la que solamente frunce el ceño. Pero solo me lo muestra cuando él quiere, cuando su sueño me necesita, lo más común es que ni siquiera se gira y al día siguiente al despertar se haya ido; y en la mañana, comos si no hubiese pasado un puto segundo, vuelve a estar sentado ahí.

Cada día me repito el mismo mantra, me juro que no volveré a practicar sexo con él porque me está consumiendo. Pero inevitablemente acabo abrazada a su cuerpo desnudo, sollozando al pensar que al día siguiente desaparezca. Nunca ocurre, mi pánico es irracional, pase lo que pase él siempre vuelve a sentarse en esa silla, pero cuando ladea la cabeza y mira por la ventana un sudor frío recorre mi espalda, intento gritar y mi voz suena muda. Es como si la luz que entra por la ventana le volviese etéreo y estuviese a punto de abducirlo. No importa el tiempo que pase, aunque me gradúe y transcurran veinte años, tendré la certeza de que él seguirá ahí sentado cada día, con su mirada triste. Me pregunto con qué sueña cada noche.

martes, 20 de diciembre de 2016

Irreparables

Si bien podía importarle demasiado cuando comenzaron, ya tirando hacia el final, cuando él ya ni siquiera suponía una sombra de sí mismo, ella no dudó en despojarlo de lo que más quería, de algún modo. Había perdido su puesto ventajoso, su condición intocable, y ante esta realidad, ante este descenso al mundo terrenal no pudo más que sentir impotencia y aturdimiento. Fue duro, sin duda, pero todavía lo fue más para ella, ver cómo todo aquello que habían construido se reducía a cenizas y todos miraban impasible, incluso acechando a que lo poco que quedaba se consumiera por completo. Era triste, desde luego, pero era la única forma de ser fiel a sí misma, de prevalecer sus principios, de volver a construirse como ya había hecho muchos años atrás. Si bien para él fue un destierro de lo más sagrado, para ella fue una vuelta a los orígenes. Quizá ese punto inicial era muy difuso y no podía distinguir exactamente dónde se encontraba, si sería mejor o peor que la situación actual, pero como una aventurera indomable cogió su mochila y con poco más de lo que le habría necesitado para sobrevivir, se dirigió hacia esa incógnita, hacia ese vórtice que bien podría encerrar su salvación o la pérdida completa del raciocinio. ¿Quién tenía la respuesta? El tiempo, el lamerse las heridas, el observarse al espejo y entender, al fin, que estaba completa otra vez, que estaba dispuesta a ceder su mitad, a regalarla, quizá con un poco más de prudencia, eso sí, y quizá también se mostraría un poco más reticente ante las caricias y los ‘’te quiero’’ que sin duda se habían devaluado, pero era inevitable, un paso más que la gran mayoría de personas tienen que dar si es que quieren sobrevivir en este desconcertante planeta.

¿Y qué sería de él? No paraba de imaginársele ordenando sus propias ideas, intentando tomar elecciones para el color de la camisa, dudando si debía contar un chiste o no porque era demasiado ofensivo. Pequeñitos detalles que habían quedado esquirlados en algún rinconcito de su memoria y que sin duda eran lo que más echaba de menos, porque sabían que no volverían, porque bien sabía que el código genético y las vivencias no pueden crear a dos personas iguales. Lloró más de una vez, volvieron sus inseguridades y esta vez las tenía que afrontar sola. No era fuerte e independiente como se había intentado convencer. Quizá sí que podía volverse fuerte, pero nadie nace así, no eran una protagonista de videojuego capaz de enfrentarse a cualquier adversidad con nada más que su cuerpo y su valor. Así no funcionan las personas, no. Casi se sentía culpable por sentirse vulnerable y desamparada, triste, sola, impaciente y descorazonada. Pero el simple hecho de pensar que él estaría sufriendo más, le reconfortaba; porque así como ella sí que vio el final llegar, él estaba totalmente cegado por el destello eterno de la comodidad. Pero ella no, era un alma inquieta, siempre queriendo más y más de lo que su pequeño corazoncito podía abarcar. Esa carrera para ver quién de los dos sucumbiría a la locura le motivaba, era ilógico, no quería saber nada de él, pero no podía evitar consultar sus redes sociales, su ruta, preguntar a sus amigos comunes… Una vez más quería ganar, quería convertirlo en una competición para ver quién de los dos conseguiría ser reparado antes. Sonreía cada vez que se le acercaba alguien ‘’He ganado’’, pensaba. Se sentía orgullosa de sí misma al comprobar que no solo podía volver a encontrar a otro compañero vital, si no que esta vez no se limitaba a un tipo de persona. Hombre, mujer, joven, adulto, ordenado, inteligente, independiente… de todo, absolutamente de todo. ¡Qué dicha tenía! Claro que no era el final, solo era el comienzo, encontrar a alguien nunca había sido tan fácil, era como si tras todos esos años en la oscuridad le hubiesen servido para revalorizar su amor. Dios mío, casi se había vuelto un lujo. No podía evitar probar a unos y otros, sentirse satisfecha con mil amores y predicarlo a los cuatro vientos reivindicando su nuevo estado de total libertad –y por qué no, para intentar hacerle sufrir un poco a él-. Toda esa maraña, no, tormenta de sentimientos se elevaban a su paso, como si el viento surgiera de la planta de sus pies y desordenara absolutamente todo a su paso. Y ella en el centro. Nunca se había sentido de esa forma, ya estaba preparada para iniciar una nueva etapa, ya estaba dispuesta a compartir otra vez su mitad. Cuando se enteró de que él también había reiniciado ese camino, se sintió un poco enfadada, como celosa. Su nueva compañera era… muy bonita, para qué mentir. Su mirada era cálida y sincera, probablemente alguien que perfectamente pegaba con él, incluso más que ella. Pero bueno… No importa, ahora los dos habían tomado sus caminos y ya se acercaban a eso que los adultos llaman’ ’madurez’’ pero que probablemente nadie sabe lo que es. Suspiró profundamente, una y otra vez, tantas como necesitó para expulsar todos aquellos pensamientos negativos que contaminaban su bonita y soleada mañana. Y lo consiguió, más que expulsarlos simplemente se olvidó de ellos, se volvieron lívidos y banales como si hubiesen perdido el gas tras haber sido agitados inconsecuentemente.

Pasaron los años y todo se volvió un leve rumor causado por las olas que si bien al comienzo eran gigantescas y monstruosas, se replegaban tímidas y mansas. Qué pequeño se vuelve todo cuando el tiempo nos regala la distancia. Los vientos habían descubierto una sólida fortaleza, antes enterrada por las dunas y ahora, en pleno otoño, mecía sus cabellos más largos y lisos; y esto era lo único que denotaba el paso del tiempo en ella. Paseaba jovial y divertida, pateando las hojas del suelo, absorbiendo ese aroma húmedo que avecinaba una lluvia fría y elegante. Cómo disfrutaba el ambiente de aquella nueva ciudad, sus callejones, su gente vivaracha, su juventud resplandeciente, sus edificios… Todo parecía recién estrenado en aquel lugar de ensueño, incluso su amor parecía renovado, y esta vez tenía todos los indicios de volverse un ‘’para siempre’’. ¡Qué felicidad! Le estaba yendo todo tan bien que casi se sentía culpable. Un trabajo con el que había soñado, pareja estable, una ciudad hermosa, amistades que consideraba familia, visiones de futuro… Solamente de pensar en ello le daban ganas de gritar y bailar en mitad de la calle. Entró en una cafetería bohemia, de esas en la que se toma el café mientras se lee un buen libro. Pidió un chocolate caliente y ojeo uno cuyo título le recordaba vagamente a tiempos lejanos. Alzó la mirada mientras pasaba páginas distraída y sus miradas se encontraron. Ambos quedaron amedrentados por un instante que se dilataba indefinidamente. La curvatura de sus labios se doblegaba indistintamente, alternando entre la sonrisa y la tristeza, se encontraba en un intervalo inestable, trémulo e indeciso. Eran sus manos finas sujetando las páginas del libro, su café oscuro, sus gafas caídas apoyadas mágicamente sobre la punta de su nariz, su ceño ligeramente fruncido marcando las arrugas sobre su frente, sus ojos dudosos, sus hoyuelos que tanto le gustaba besar. Ella se sentía extraña, no podía dar lugar y forma a toda esa amalgama espontánea de sentimientos. Él se sentía igual, quizá incluso un poco intimidado, como si tuviese miedo de algo que ella no lograba comprender. Quiso tranquilizarle con su mejor sonrisa, levantarse y darle un abrazo, pero las piernas no respondían, su cerebro estaba enviando mil respuestas aleatorias que se consumían por sus neuronas antes de llegar a los músculos. Colocó las manos sobre sus muslos, suspiró, contó hasta diez mentalmente con los ojos cerrados y entonces se levantó decidida. Cuando volvió a mirarle a los ojos, los tenía enrojecidos y finas lágrimas resbalaban sobre sus mejillas. Esa mirada le aterró, sabía que él no era de exteriorizar sus sentimientos de esa manera, cuando él lloraba era como si el mundo a su alrededor fuera a desmoronarse. Siempre se sintió así. Pero ahora no estaba ella para abrazarle, no. Había una niña pequeña que tiraba de la manga de su camisa, y una mujer dulce consolándole. Sus miradas quedaron petrificadas hasta que él consiguió dibujar una triste sonrisa en sus labios. Ella notó como las lágrimas mojaban sus labiost entonces comprendió algo esencial: las personas son irreparables.

sábado, 17 de diciembre de 2016

Lo supe desde que te conocí

Supe que se volvería perfecta,
que solo era cuestión de tiempo,
que su tarde de Abril llegaría
y florecería.

Supe que yo me rompería
todavía más.
Que solo era el comienzo de un final programado.
Fuiste mi analgésico, mi límite, mi trono destronado.
Que nadie me creería si dijera que no quería hacerte daño.

Supe que traicionaría a esa criatura bella,
y no me oculté, hoy cargo con el oprobio,
con la sentencia justa, con todo este titánico peso
que indiferente a mi súplica retorna,
se replica en la noche y me sumerge en un mar de dudas y calamidades.
Pero siempre supe que tu Abril llegaría
y que cuando llegase, yo ya no estaría.

Supe que tu amor se volvería codicioso,
que ocioso encontraría en unos y otros
aquello que en el mío nunca hubo ni ha habido,
y que víctima de mi propio desprecio
arderían mis celos y gemiría envuelto en un llanto
que solo el más triste hombre ha escuchado.

Supe que el momento  llegaba, que cruzarías la línea,
que cada vez me alejaba más de la sombra que tú amabas
y que el punto de no retorno marcaba las nueve de esa misma mañana.

Supe que al final desistirías, que soy irreparable,
que te estaba contaminando.
Que podrías volver a amar
y que alguien bueno besaría tu sonrisa.

Y si lo supe todo desde el comienzo, ¿por qué demonios duele tanto?

jueves, 17 de noviembre de 2016

Narcisismo

Mi alma es como la desembocadura de un río,
un cajón desastre donde, arbitrariamente, retazos de recuerdos se acumulan.
Algunos se disuelven, otras deambulan.
Algunos estáticos, otros pululan.
Algunos me liberan, otros me anudan.

Mis recuerdos, cuya densidad es inevitablemente aleatoria,
se ensamblan en un enigmático sustrato
o intentan converger en la superficie de Dios sabe dónde.
Alguno en el vacío abisal se hunde,
donde la luz no alcanza, donde la oscuridad confunde,
donde mi memoria, verduga, mis penas difunde.

Mi cuerpo es como la vitrina de la indiferencia,
una evanescente presencia víctima del aburrimiento más pleno,
el retiro del suspiro sereno,
el vacío metafísico sempiterno,
de la amarga condescendencia, un triste cuaderno.

Mi amor es como el llano de una madre,
como la ira de un hombre sabio,
como la lacerante verdad de la dialéctica más incendiaria,
como el suspiro que esparce sus cabellos y desordena,
como la injusta condena,
como quien conquista el mundo y el frío le frena,
como quien solo extrae codicia del oro de mena.

Mis palabras son como la tarde de abril de Machado,
un viaje liviano y agradable de nubes y viento,
una flagelación eléctrica al propio escarmiento,
una alcohólica redención si miento,
al contrario de lo que alguien dijo, las mías no se les lleva el viento.

Mi cerebro es como una inmensa fábrica de hombres grises.
Mi voz, tañer de campanas que avecinan la muerte.
Mi sospecha, la herida del corazón  que no cicatriza.
Mis ojos, un mar de eternas dudas y calamidades.
Mis miedos, la sombra que no espera detrás de la puerta.

Yo soy todo lo que este poema quiso ser pero...


jueves, 8 de septiembre de 2016

Bon Iver


No te necesité esa noche,
no te necesité en ningún momento,
iba a tomarlo como fuera,
podía seguir adelante en la luz,
vale, mejor doblo la ropa