Leer escuchando:
Hubo un tiempo donde nada apetecía, donde la estridencia de la alarma llenaba mi cabeza de dudas y calamidades y augurios de muerte. Donde rasgaba las cuerdas de la guitarra hasta partirlas o hasta llenar de sangre mis manos que ya habían perdido el tacto hacía ya unos años. Y todo se perdía, las facturas hacían manada y conforme más crecían más desaparecía todo a nuestro alrededor, los juegos, los libros, las mesas y las sillas, y mi mamá lloraba y lloraba y al final me volvía tan loco que la escuchaba en todos los rinconces del mundo.
Hubo un tiempo donde os odié a todos y cada uno de los seres humanos que habitan este planeta y los astros cercanos, y los que pudieran existir en otra galaxia incluso a los que ya habían dejado de existir, lo odié absolutamente todo hasta que finalmente el peso se volvió tan insoportable que doblegó mis rodillas y me obligó a arrarstrarme por unas calles llenas de barro, de nubes borrosas. Arrastrándome borracho buscando cobijo armado con un caparazón de espinas que mataban todo a lo que me acercara. Buscaba amor en cualquier sitio, suplicaba amor a cualquiera que me lo pudiera dar, y todo el amor que me daban parecía no ser suficiente, siempre quería más y más porque ese amor no compensaba la soledad existencial en la que me encontraba, desprovisto de padres, desprovisto de Dios y desprovisto de mí mismo.
No quedaba nada, había muerto, un cadáver que trataba de levantarse a las 8 de la mañana y que se quedaba hasta las cinco de la mañana sopesando. Alejado del mundo y de mí mismo, totalmente roto cercenado, defectuoso, irreparable. Siendo egoísta, pidiéndole una infinita ayuda a cualquiera que pasara, pidiéndole a cualquiera que se acercara, pidiéndole a cualquiera cualquier cosa, pidiéndole a cualquiera que me salvara la vida.