sábado, 7 de septiembre de 2013

Una confesión Nocturna

Alcé la mirada y vi un cielo lleno de luces e ilusión. No hay nada más bello que contemplar el reflejo de los destellos nocturnos sobre el agua del mar. El cielo es azul pero hay momentos donde solo puedo contemplar su serenidad azabache. A pesar de encontrarme entre la multitud, me sentía realmente solo. No hablo de la soledad que la vida nos brinda, esa soledad que nos regala estro, reflexión y fuertes emociones; si no de esa que nos produce escarcha en el corazón. Cada segundo que transcurre notas como la calidez que muchas personas te aportaron se transforma en un frío invernal que hiela el corazón. Finas láminas se forman en lo profundo de tu cuerpo y en cualquier momento de la noche estas se rompen creando pequeñas heridas dentro de ti. Hablo de esa soledad que mata.
La noche avanzaba e iba creciendo un vacío dentro de mí. No lograba alcanzar ninguna meta. Notaba que todo se escurría de mi manos, mis amigos cada vez estaban más distantes y de alguna forma los perdía. Intenté fingir de alguna manera pero no si quiera lograba engañarme a mí mismo. En ese momento decidí darlo todo por perdido y deshacer el camino recorrido y encontrar ese hálito de esperanza que solo unas pocas personas me podían brindar. Miré al cielo y lo vi gris. Me quedé acurrucado esperando que esos grandes nubarrones se marcharan para no olvidar lo azul que es el cielo. Una vez más me sentí tan solo como vacío, tras ver que ni si quiera esas pocas personas en las que había depositado mis últimas esperanzas lograban corresponderme.
Solo me quedaba contemplar el cielo.''Que bello que es'', pensé. Que triste es olvidar lo bello que puede ser un momento. Entonces la miré y me dije: no llores, el gris pasará. Simplemente la necesitaba y esa necesidad era capaz de matarme. Continué caminando así alejarme del ruido y poder decirle que quizá me había equivocado, que necesitaba su atención, que sin ella estaba solo... Pero cuando quise darme cuenta yo estaba atrás sumido en la desesperación que yo mismo me creaba. No supe como afrontar el momento ya que nunca me había sentido así. La soledad me golpeó fuertemente hasta que mi corazón se detuvo, quizá yo lo había buscado. Esa noche era fría y allí tiritando por el frío o por el miedo que me provocaba la oscuridad del momento, decidí estrechar la mano de los que un día me la habían tendido; a pesar de estar tan cercanos a mí los sentía distantes. Me percaté que si desaparecía silenciosamente, nadie se daría cuenta, nadie se giraría, nadie iría en mi busca ya que a nadie le importaba. Incluso después de cambiar mi camino, la volví a ver pero simplemente me acobardé como había estado haciendo hasta ahora. Ningún camino que tomaba parecía ser el correcto. Las nubes se movían por el cielo pero yo parecía perseguirlas.
Finalmente llegué a mi casa con un sentimiento de impotencia y arrepentimiento que me consumían como un cigarrillo. Pensé en empezar de cero, en no volver a ver nadie, pensé que nada ni nadie merecía la pena. Sin duda esa fue la peor noche de mi vida. Apoyando mi cabeza en el escritorio, con los ojos humedecidos por las lágrimas, miré por la ventana y vi un cielo despejado y lleno de luces. Quizá esas nubes eran mis ojos y la soledad me acompañaba ese triste día, o quizá el cielo sobre mi ventana había estado siempre despejado.

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